por: Ariel Camejo
I 23:25. Un niño llora en la calle. Alguien lo golpea, con fuerza. Nos asomamos al balcón. Es su madre. Es Cristopher. Cristopher compartió unas semanas con Rodrigo en casa de una cuidadora. Era un niño tímido, reservado. Hasta que uno se sentaba con él en el suelo, a su altura, y compartía un juego, un juguete, un comentario sobre una canción… Entonces Cristopher reía, con una sonrisa que estaba muy bien escondida detrás de sus ojos. Pero ahora no. Ahora son lágrimas y gritos. Su madre se detiene y conversa con una vecina. ¡Ay, no le des, pobrecito! “Lo que tengo es que despingarlo”, así dice la madre porque el niño, de unos cuatro años, “se mete todo en la boca”.
II Un día cualquiera. Un sábado. Llegamos al Zoológico de 26. Un sábado con sol. Nos recibe un puesto de venta improvisado: aguas, refrescos… un tanque lleno de cerveza… Unos metros más adelante la jaula de los monos es un manicomio. Los guardias de seguridad miran impasibles cómo los niños les lanzan cientos de chicoticos. Los niños, los padres. El cartel de “No alimentar a los animales” se muere de aburrimiento en una esquina. Apenas a unos metros un bafle suena a más no poder. Así en cada punto de venta. Así en el improvisado parque “infantil”, una especie de círculo de purgatorio donde el olor a alcohol, a cigarro y plásticos reciclados invita a pasar de prisa. Apuramos el paso. No encontramos un rincón de paz. En una hora y media terminamos y salimos con más ímpetu que con el que entramos.
III Domingo de parque. Domingo de barrio. Rodrigo sale a correr. Ha llevado dos juguetes, un carrito y una pelota, pero prefiere correr, saltar. Nos sentamos y nos sumamos al coro de padres. Una abuela llama al nieto. “No juegues más con esas chiquillas. Si te meten un palo por la cara no les puedes devolver el golpe porque son hembras”. Dos niñas se suman al grupo de Rodrigo. En el frenesí infantil toman sus juguetes. Una el carrito, la otra la pelota. Un padre a nuestro lado nos advierte. “Ojo con las negritas que le levantan los juguetes”. Hacemos como que no lo oímos y por suerte se va con el hijo. Rodrigo sigue corriendo, brincando, cogiendo sol. Juega un rato más. A veces con las niñas, a veces solo. Las niñas se van antes que nosotros. Vienen a devolvernos el carrito y la pelota. Nos dan las gracias. Nos decimos adiós. No nos conocemos, pero nos sonreímos en la despedida. Los niños y los padres.
… Nuestra niñez está siendo sometida a una violencia extraordinaria. No es solo la violencia simbólica de la que participa un mundo globalizado, con un marketing personalizado a nivel de industria cultural para la infancia. Es también una violencia estructural que pasa por factores históricos, crisis económica, lastimosas herencias de una sociedad colonial y una lógica cultural demasiado confortable.
Si comprometemos el futuro de nuestra infancia lo comprometemos todo. Muchos piden a gritos una Ley contra la violencia animal. Yo creo que antes necesitamos una Ley para la Protección de la Niñez y la Adolescencia. Una Ley, con todo su peso y una estructura correspondiente en el Código Penal, en el diseño de nuestra sociedad.
Una Ley que no solo garantice acceso a la educación, a la salud, a la cultura, al deporte. Una Ley que impida que se fume en una escuela. Que impida que se fume a 100 metros de una escuela, de un parque infantil. Una Ley que regule los contenidos audiovisuales para la niñez y la adolescencia, que sea severa frente a las violaciones en la venta de cigarros y alcohol a menores. Una Ley que garantice el reconocimiento y el respeto a la diferencia, que abra un espacio para la diversidad en los planes de estudio de niños y jóvenes. Una Ley que castigue a personas y a instituciones por igual, que genere certificaciones de aptitud y seguridad. Una Ley que no solo proteja y forme a los ciudadanos del futuro, sino que los ayude a crecer en un espacio de respeto, de dignidad y, sobre todo, de amor.